Decía Chesterton que, ante la multiplicidad de dones de la naturaleza, la humildad nos libera de rutinas que nos insensibilizan y nos hacen caer en un acostumbramiento ramplón; de supuestos “derechos” (soy dueño de la naturaleza y la uso a mi antojo), y de caprichos ridículos (exijo que haya seis soles, o uno azul, o verde…); y nos sitúa con realismo en nuestro verdadero lugar: en nuestra oscuridad y carencia, en el instante primero en que se obra el prodigio, abiertos a la sorprendente hermosura que nos circunda y se renueva.
“Humildad es lo que continuamente renueva el mundo y las estrellas […]. Si viéramos el sol por primera vez, nos parecería el más temible y hermoso de los meteoros. Pero cuando lo vemos ya la centésima vez lo llamamos la luz de un día común y corriente. Quisiéramos entonces exigir seis soles, o exigir un sol azul o uno verde. La humildad nos pone siempre en la primera oscuridad. Allí toda la luz es brillante, sorprendente e instantánea” (Gilbert Keith Chesterton).
Aquí un fragmento de naturaleza “humilde” ―poco vistosa―, en la que no repara una persona de ánimo rutinario y distraído, se despliega como un tapiz ante los ojos admirados del niño, símbolo de quien tiene el espíritu despierto, de quien sabe ver las cosas como por primera vez, con ojos “nuevos”: así, florecillas silvestres brillan sobre el “tapiz” con hilos de oro…