Los cuadros titulados La disolución de la figura constituyen alegorías de lo que Ortega y Gasset denominó “la deshumanización del arte”, y también de lo que José Jiménez Lozano, Premio Cervantes 2002, formuló en estos términos: “Las artes del siglo XX dejaron de ver al hombre como un ser con dimensión espiritual, para convertirlo en un simple objeto plástico”. Actualmente hay una estrategia mundial poderosísima para imponer, desde las instituciones artísticas, el ahogo del humanismo trascendente en el arte. El hombre, el único ser material-espiritual y el más misterioso de la Creación, es relegado de su situación de privilegio en la civilización occidental, en favor de geometrías abstractas o incluso de lo informe (que, llevado al extremo, es carencia de arte), temas todos ellos más pobres ontológicamente y de mucho menor entidad como retos artísticos. Esa garganta abierta —del cuadro— grita en su ahogo, y como para expulsar y exorcizar el asco ante esta subversión ontológica tan extendida hoy en forma de moda cultural, pero también como imposición arbitraria, despótica y excluyente.
El abstracto es uno de los posibles caminos que puede tomar el arte, y no existe nada inquietante en el hecho de que haya artífices que lo elijan. Lo preocupante es que, hoy en día, desde instituciones supuestamente artísticas se impongan de una manera totalitaria el abstracto y tantas novedades de pacotilla (extravagancias ruidosas; provocaciones extra-artísticas; “amateurismo” propio de principiantes sin oficio; consideración de objetos más o menos decorativos como si fueran realizaciones de arte supremo; nihilismo de obras que niegan más que afirman) como si ésas fuesen las únicas manifestaciones posibles del arte contemporáneo. Muchos —¿o deberíamos decir todos?— responsables de las principales salas de exposición han asumido como un dogma, en aras de una supuesta “innovación” progresista, las tesis que propugnan la ruptura y la transgresión aplicadas contra la civilización occidental, y cierran el paso a toda propuesta artística que no se acomode a “lo políticamente correcto”, a los lugares comunes de una moda artificial, no sustentada en la naturaleza. La ideología (interpretación tantas veces arbitraria y sesgada de la realidad) se impone —al estilo de los totalitarismos que marcaron tristemente la historia del siglo XX— sobre el buen juicio, sobre el sentido común, sobre el arte verdadero y trascendente.
Estamos asistiendo a un proceso de deconstrucción y derribo de la máxima expresión de sabiduría, de arte, de ciencia y de cultivo del espíritu que el ser humano haya conocido jamás sobre la Tierra (la civilización occidental). No seamos ingenuos; hay una estrategia mundial para abolir el sentido de trascendencia en la cultura y en la vida de los hombres. La belleza artística trascendente debe ser excluida; el ser humano, cumbre de la Creación material, cima del universo, no tiene cabida —según los postulados del mal llamado “arte contemporáneo”— como objeto de un arte que transparente o esclarezca la incomparable dignidad del hombre, que se adentre en su misterio y bucee en las profundidades de su realidad espiritual.