El cuadro anterior de esta serie, El indigente II, se sitúa en una noche de nuestras urbes. La humanidad del personaje es manifiesta en la piel de su cara y de sus manos.
Este otro Indigente, el III, está rodeado de un ambiente diurno. Pero advertimos que esa luz solar no tiene fuerza, el cielo azul parece entenebrecido, las sombras en el rostro apagan el brillo de los ojos. Así se pinta el cuadro interior de este hombre: su soledad y exclusión.
El suelo de la calzada carece de lejanía; se alza plano y frontal como un zócalo, por encima del cual se yergue la figura ingrávida del indigente. Desde el pavimento que pisan los viandantes hasta las cornisas de los edificios, así se agiganta ―¡como un colosal grito silencioso!― este reclamo de nuestra atención, este despertador de nuestra conciencia, esta sacudida restallante para nuestra indiferencia.