Lo que se percibe de inmediato es la vitalidad nerviosa de este niño inquieto que, aunque afirma sus manitas sobre los brazos de un sillón, parece a punto de moverse, cambiando de postura constantemente. Sin embargo, su rostro estático, sus ojos fijos en el espectador, denotan algo más profundo que trasciende el simple movimiento pasajero: ahí dentro hay un alma espiritual… eterna (en realidad, eviterna; pues, habiendo tenido un origen en el tiempo, no tendrá fin). El presente eterno queda significado, por tanto, en la quietud viva del rostro.
En su aparente sencillez, este cuadro es un caso impar. Excepcional por su lirismo extremo y, a la vez, equilibrado. Toda la materia pictórica está impregnada de alma espiritual; si exceptuamos esas pequeñas zonas del cuadro en que el soporte, papel, se deja a la vista, prácticamente no hay dos centímetros cuadrados de color uniforme. Todo vibra, todo palpita, gracias al alma comunicada por el artífice durante el proceso pictórico; nada permanece inerte, impermeable al espíritu transferido… Pero este subjetivismo, que lleva al extremo el extraer de la materia pictórica (la cera) todas sus posibilidades expresivas, no se ahoga en un formalismo inmanente; está al servicio de la comunicación objetiva de realidades espirituales, misteriosas e inabarcables del ser humano; ahonda en lo que ha olvidado, en gran medida, el “arte moderno”: la dimensión espiritual del hombre. “Las artes del siglo XX dejaron de ver al hombre como un ser con dimensión espiritual, para convertirlo en un simple objeto plástico” (José Jiménez Lozano, Premio Cervantes 2002).