Sin necesidad de que se muestre alguna figura humana realizando trabajos esforzados, o de representar los embates de un temporal en este puerto guardés, esta imagen paisajística por sí misma, exclusivamente por la sola técnica pictórica empleada, logra ser un símbolo de la vida recia de los hombres del mar, que faenan tantas veces en condiciones arriesgadas, en busca del pescado.
En su aparente sencillez, este cuadro es un caso impar. Excepcional por su lirismo extremo y, a la vez, equilibrado. Toda la materia pictórica está impregnada de alma espiritual; prácticamente no hay dos centímetros cuadrados de color uniforme. Todo vibra, todo palpita, gracias al alma comunicada por el artífice durante el proceso pictórico; nada permanece inerte, impermeable al espíritu transferido… Pero este subjetivismo, que lleva al extremo el extraer de la materia pictórica (guache) todas sus posibilidades expresivas, no se ahoga en un formalismo inmanente; está al servicio de la comunicación objetiva de realidades espirituales, misteriosas e inabarcables del ser humano; ahonda en lo que ha olvidado, en gran medida, el “arte moderno”: la dimensión espiritual del hombre. “Las artes del siglo XX dejaron de ver al hombre como un ser con dimensión espiritual, para convertirlo en un simple objeto plástico” (José Jiménez Lozano, Premio Cervantes 2002).