Esta obra de estilo clásico es resultado del encuentro de unas líneas oblicuas —más inestables y dinámicas, aptas por tanto para significar la vida—, que predominan aquí en la figura de la mujer, y las líneas verticales y horizontales —sugeridoras de estabilidad y reposo, idóneas para definir los objetos inertes—, que son las que delimitan, en este dibujo, el asiento y el apoyo del brazo izquierdo de la mujer (nosotros espectadores lo vemos a la derecha).
La estructura compositiva de esta obra justifica su diseño. Ahora bien, podría ser interpretada, también, según una lógica quizá menos compositiva y más trascendente.
Está en la configuración de la misma naturaleza —y es una manifestación más del logos presente en la entraña del cosmos— que la inseminación de la mujer, como el sembrar la semilla en la tierra fértil, puede ser generadora de una nueva vida humana. Esta generación es simbolizada, en este caso, por el tallo rematado por una flor (imagen de un prodigio de la naturaleza que despierta nuestro asombro).
En su mayoría, las tradiciones culturales de las civilizaciones más significativas de la historia han asociado metafóricamente a la mujer con el reino vegetal, porque en apariencia ella es más pasiva y ligada a los ritmos naturales; mientras el varón lo ha sido con el reino animal, por cuanto que a él le compete tomar la iniciativa y es menos dependiente de esos ritmos de la naturaleza.
Sólo en apariencia la mujer es más pasiva que el varón en la nobilísima tarea de procrear. El misterio de la maternidad despliega, en la mujer, el más espléndido cortejo de dones y facultades —dentro del orden material— de cuantas las creaturas hayan sido dotadas por el Autor del universo.