La presencia del gato es ocasión de simbolizar los recelos y temores infantiles. La niña adopta una posición no de acercamiento al animal, sino un tanto esquiva respecto a él. La separación que el dibujo muestra entre ambas figuras, y principalmente el contraste entre los rostros de la niña y del gato (que parecen encarnar opciones morales opuestas), corroboran esta significación.
Esta niña —pequeña filósofa que alguna vez ha exclamado: “¡qué dura es la vida!”— está representada aquí en actitud de discernimiento… algo distante del animal, como sopesando los pros y los contras, antes de lanzarse a la acción.
La jovencita aguarda expectante ante la realidad y la vida, las cuales va descubriendo con mirada limpia, inocente, desde el vértice situado en el inicio de su carrera.
La línea horizontal correspondiente al encuentro de la cabellera oscura con el vestido claro, por encima de la clavícula derecha de la niña (nosotros, espectadores, la vemos a la izquierda), marca una dirección dominante, que es la seguida también por la mirada meditativa —larga en el tiempo— de la niña.
Este procedimiento formal es análogo a uno empleado en el cuadro Dos hermanos (I) o La advertencia: una faja oscura y horizontal, perteneciente al respaldo de una silla (cf. análisis: la línea anaranjada e en el diagrama), dirige la atención del espectador hacia el rostro del niño y prolonga su mirada meditativa horizontalmente.
En las antípodas de aquellos gatos pintados por Auguste Renoir (mimosos animales de compañía, acariciados por jovencitas risueñas) se sitúa el gato de este dibujo, que muestra algunos rasgos antropomórficos y una expresión humana aviesa en su rostro, y se constituye en un símbolo de los males y peligros que acecharán, en el curso de su vida, a este niña inocente.