De pequeños vimos sin sorprendernos que nuestra madre prefería para sí las colas del pescado, las raciones del mismo que tenían más espinas, la parte quemada de los postres… y que, mientras todos enfermábamos alguna vez, ella nunca lo hacía (no podía permitirse el “lujo” de hacerlo y de que los demás de la familia la cuidásemos).
De la solicitud discreta de nuestra madre, de su pródigo cuidado por todos y de su elegante ocultamiento, hemos aprendido todos, sí todos, que el milagro del amor es la gratuidad de hacer el bien permaneciendo en la sombra.
“No hay felicidad sin amor y no hay amor sin renuncias” (Enrique Rojas).
“La alegría sólo aprovecha al que la prodiga” (Fabrice Hadjadj). ¿Quieres ser feliz? No te preocupes de tu felicidad; busca la de los demás. “Hay más alegría en dar que en recibir” (Hechos 20,35). Sören Kierkegaard decía que “la puerta de la felicidad se abre hacia dentro; hay que retirarse un poco para abrirla: si uno la empuja, la cierra cada vez más” (ese “retirarse un poco”, ese echarse atrás, es imagen del olvido de sí, de la abnegación imprescindible para amar… conquistando así la felicidad). ¡Cuánto saben de esto las madres!
El ser madre no se acaba en la concepción de un nuevo ser humano, en su gestación y en darlo a luz. La misión de ser madre se prolonga toda la vida… El amor de una madre nos interpela siempre; y éste es uno de los mayores y excelentes dones que hallamos en la naturaleza.
Como en otras ocasiones, en el presente cuadro el fondo rojo crea la atmósfera cálida que introduce al espectador en el ámbito de los afectos —cálidas relaciones— materno-filiales.
El color rosa del vestido de la mujer es imagen, aquí, que acompaña a la ternura femenina y maternal, caricia-regalo que adorna en la naturaleza a la fecundidad y a la crianza de la prole.
Los tonos ocres ponen un sustrato más bien cálido en el suelo y algo más encendido (tonos amarillentos) en el pantalón del niño. Éste mira con desdén al pájaro, mientras se acomoda a sus anchas —enteramente distendido y confiado— teniendo como respaldo el cuerpo de su madre; más fuerte que la atención que dispensa a la pequeña urraca, este otro lazo (el afectivo) lo liga a la ternura y a los cuidados maternos que le son prodigados.
Madre e hijo entrelazan sus miembros: en continuidad se disponen los brazos derechos (nosotros, espectadores, los vemos a la izquierda) de ambos; la mano izquierda de la mujer y el pecho del niño intercambian el calor afectivo; el brazo izquierdo del niño descansa sobre el muslo izquierdo de su madre; junto a la pierna derecha de su ésta, el niño se siente fuertemente protegido. Este entrelazamiento de formas de la madre y del hijo es signo visible, corporal, de las relaciones espirituales entre ambos.