Para que nadie pase indiferente ante su “arte”, con frecuencia el artífice moderno o contemporáneo ha necesitado alejarse de la realidad, sorprendiendo con lo inusual, lo ilógico, lo incongruente, lo extraño (piénsese, por ejemplo, en el surrealismo); o bien deformar con estruendosa arbitrariedad las preciosas formas naturales, sin más límites que la propia capacidad del "artista".
Esa actitud narcisista ocultaba, sin embargo, una gran carencia: la incapacidad del artífice para valorar debidamente la maravilla de la naturaleza. “La mediocridad consiste, posiblemente, en estar delante de la grandeza y no darse cuenta” (Chesterton).
Así hemos asistido a una competición de búsquedas forzadas de la novedad aparente, a extravagancias ruidosas, a mascaradas de dudoso gusto…; finalmente, a un sprint nihilista, ansioso por destruir los valores encumbrados por la civilización occidental. La barbarie iconoclasta de nuestros días —en aras del “progreso”— pretende devolvernos a la decadencia pagana de donde fuimos rescatados.
La libertad sin límites del “artista” moderno o contemporáneo ha emulado, no raramente, al potro salvaje que “campa a sus anchas” en una tienda de porcelanas finas…
En la antítesis de ese mal entendido dominio del “artista” sobre la naturaleza, traducido en arrogancia y desprecio del artífice frente al inconmensurable don del cosmos, se sitúa este cuadro que retrata con temblorosa admiración a una niña: aproximación pictórica de quien no querría ajarla con sus “manos de artista”, sino descubrirla intacta en su misterio.
En los albores de la civilización occidental, Sócrates, Platón y Aristóteles, verdaderos filósofos o amantes de la sabiduría, no se consideraban sabios —como los “sofistas”—, sino buscadores afanosos de la verdad y comprometidos en seguirla.
Análogamente a como la verdad no la crea el pensador (Sócrates comparaba su labor de educir la verdad en cada oyente a la de una comadrona), tampoco la auténtica belleza artística es enteramente creación del artista: éste descubre el misterio en la realidad y nos tiende un puente hacia tal misterio por medio del arte…: ¡nos pone, en fin, en contacto con la maravilla!; en esto consiste el prodigio del arte.
Si el icono nos remite a una belleza, a una verdad, a un bien que trascienden la materialidad de tal obra artística, las propuestas artísticas de nuestra época son más bien ídolos, que no remiten a nada. El medio ha sustituido al fin.
El símbolo rebasa la propia materialidad y apunta a otra realidad: dice un adagio chino que, cuando alguien con un dedo señala el cielo, el necio se queda mirando el dedo…