Existen personas que necesitan para admirarse lo inusual o extraño —turismo a lugares exóticos o lejanos—, o estímulos hirientes o groseros, tales como la provocación, el escándalo, la música ruidosa y violenta, las obras de dimensiones grandes, las “emociones fuertes” o los deportes de riesgo.
Este niño, que descorre una cortina y se enfrenta a un paisaje, parece decirnos que a veces no deberíamos buscar lejos lo maravilloso, pues está cerca de nosotros: la naturaleza nos ofrece continuos motivos de asombro, suscitado en el ser humano al encontrarse con el espectáculo de la belleza.
“Hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen milagros, la otra es creer que todo es un milagro. Aquel al que su emoción le es desconocida, que ya no se pregunta ni está en estática reverencia, vale tanto como si estuviera muerto” (Albert Einstein).
En el presente cuadro, primero de la serie Se abre el espectáculo o El espectáculo de la naturaleza, se ha recurrido a cierta ambigüedad en la representación del paisaje, constituido por formas que bien pueden entenderse como geometrizaciones de plantas o de minerales. Es una generalización que abarca tanto a seres vivos como a inertes, pues todos ellos forman parte del gran espectáculo de la naturaleza.