El niño, situado en un vértice inferior del cuadro, se abre —igual que lo hacen los lados que definen ese ángulo— al gran espectáculo que le ofrece la naturaleza. Asimismo, el niño representado a contraluz, aureolado por el resplandor de una hierba soleada, es imagen de la admiración, del asombro que sobreviene a esa criatura sencilla (no es casual la elección de un niño aquí), desbordada ante un misterio que la rebasa y circunda, y en el que no reparan espíritus rutinarios y embotados.
Comentario espontáneo de un espectador: «Me da tanto gusto ver su serie de cuadros que celebran la Creación: el niño que abre los brazos para atrapar los árboles, para abrazarlos, para jugar con ellos; las jóvenes que descubren el misterio del mar y el atardecer… qué maravillosos cuadros.
»Si yo hubiera visto sólo esos dos cuadros suyos, sería suficiente para convencerme de su compromiso, de su dedicación a la calidad, de su inconformismo ante tanto desconcierto moderno, de su alegre propósito».