Frente a frente y radicalmente enfrentados, un hombre y un toro, un ser racional y un bruto. El primero trata de ordenar, de reconducir la fiereza instintiva del animal por derroteros de arte, de belleza y, de algún modo, realiza una metáfora de nuestro enfrentamiento con la muerte. El torero, pues, simboliza la racionalidad que debe gobernar todo impulso irracional, representado por el toro. Y el diestro, en fin, sortea, evita con maña y habilidad extrema, la más irracional de las embestidas según nuestra naturaleza, la de la muerte. Ésta es la esencia de la tauromaquia.
Si dejásemos al margen el lance de matar al animal (hecho que desagrada a no pocas personas) y limitásemos nuestra atención al toreo, éste podría ser una imagen dinámica de lo que acontece en el ámbito de la conducta humana. Todos los instintos, las pasiones, los impulsos no racionales, así como los deseos, los caprichos y los antojos que experimenta el hombre (aquí simbolizados por el toro) deben ser debidamente moderados y reglados conforme al orden natural, que confiere a la razón y a la voluntad (simbolizados por el torero) la supremacía rectora dentro de las facultades del ser humano. Se necesita este autogobierno responsable, este autodominio, para que el hombre supere el nivel simplemente animal (instintivo) y obre según le corresponde como creatura material-espiritual (administradora de los dones recibidos, constitutivamente medida por la regla de la verdad, del bien y de la belleza).
Juan Belmonte (1892 – 1962), probablemente el torero más popular de la historia y fundador del toreo moderno, fue interrogado por un periodista. Éste le preguntó cuál era la clave de su éxito. El torero respondió: Mandar, mandar, mandar… El periodista le pidió que fuese más explícito. El torero: Sí, tengo que mandar sobre mi miedo, sobre el toro, sobre el respetable [modo coloquial de referirse al público que asiste a un espectáculo].
El lenguaje de las desproporciones tiene aquí otro caso. Análogamente a lo que sucede en el cuadro Lasitud, también en éste se confía a los elementos lineales una función expresiva, los cuales a modo de líneas de fuerza de la física configuran el cuerpo del toro (e incluso su entorno inmediato) en su frenética embestida. El torero parece un pelele, al lado del poderío físico del animal.