Este joven se vuelve hacia la luz; luz que es todo un símbolo del descubrimiento del bien, de la verdad, del amor… El asombro se manifiesta en su rostro, afectado por lo maravilloso de este encuentro. Ante su vida se abre una perspectiva nueva…: su futuro podría quedar iluminado a partir de ahora.
Comentado de otra manera: Este joven es la imagen plástica del hombre que se asombra, descubre y experimenta la llamada a los grandes ideales (¡a la verdad, al bien, a la belleza… al amor!), simbolizados en la luz, que ?vitalmente acogidos, voluntariamente abrazados? pueden convertir la existencia humana en una obra fructífera, luminosa.
Platón incluye en los discursos Fedón y El Banquete un personaje llamado Apolodoro, un muchacho entusiasta que rodea a Sócrates, en el que Platón quizá quiso representarse a sí mismo. “Antes vagaba yo de un lugar a otro, a la ventura; creía servir para algo y, sin embargo, era más desdichado que nadie”, dice el joven. Pero ahora se ha entregado de forma intensa y fervorosa a Sócrates y a la filosofía… Así, mediante la figura de Apolodoro, Platón nos habla de la búsqueda juvenilmente impertérrita de la SABIDURÍA, la verdadera filosofía (cuyo significado etimológico es amor a la sabiduría) (cf. El Ocio y la Vida Intelectual, de Josef Pieper).
La SABIDURÍA resplandece con brillo que no se empaña;
los que la aman, la descubren fácilmente,
y los que la buscan, la encuentran;
ella misma se da a conocer a los que la desean.
Quien madruga a buscarla no se cansa:
la encuentra sentada a la puerta de su propia casa.
Tener la mente puesta en ella es prudencia consumada;
el que trasnocha por hallarla,
pronto se verá libre de preocupaciones.
Ella misma va de un lado a otro
buscando a quienes son dignos de ella;
se les manifiesta benigna en el camino
y en todos sus pensamientos les sale al encuentro (Sabiduría 6, 12-16).
En su aparente sencillez, este cuadro es un caso impar. Excepcional por su lirismo extremo y, a la vez, equilibrado. Toda la materia pictórica está impregnada de alma espiritual; si exceptuamos esas pequeñas zonas del cuadro en que el soporte, cartulina, se deja a la vista, prácticamente no hay dos centímetros cuadrados de color uniforme. Todo vibra, todo palpita, gracias al alma comunicada por el artífice durante el proceso pictórico; nada permanece inerte, impermeable al espíritu transferido… Pero este subjetivismo, que lleva al extremo el extraer de la materia pictórica (la cera) todas sus posibilidades expresivas, no se ahoga en un formalismo inmanente; está al servicio de la comunicación objetiva de realidades espirituales, misteriosas e inabarcables del ser humano; ahonda en lo que ha olvidado, en gran medida, el “arte moderno”: la dimensión espiritual del hombre. “Las artes del siglo XX dejaron de ver al hombre como un ser con dimensión espiritual, para convertirlo en un simple objeto plástico” (José Jiménez Lozano, Premio Cervantes 2002).